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viernes, 8 de marzo de 2013

Veranos de juventud. La familia.



Veranos de juventud


Santa Cecilia, sábado 15 de diciembre.

Viendo el amanecer nublado,  me invade una pegajosa melancolía y se vienen a mi mente, en rápida procesión, recuerdos del pasado que se remontan a la infancia, adolescencia y juventud. Aunque este amanecer parece tan gris, siento que la vida ha sido bella y llena de colores. Ha valido la pena vivirla. Ahora, al cerrar la puerta del que fuera nuestro hogar durante más de 50 años, me parece percibir ecos de voces que aunque confusas, creo poder identificar. También música lejana, de piano, de guitarras. Después, el silencio...
Como escribió John Lennon: lo más triste del pasado es que ya pasó.  

Cuantos amaneceres desde aquella mañana de finales de 1956, día en que llegamos a esta, ahora vacía, pero aún bella casa. Una casa que entonces nos recibió con los brazos abiertos y que parece tener alma, vida propia. Se niega ahora a despedirse de nosotros, pero el destino es inexorable y le tenemos que decir adiós... Al desprendernos de ella, nos desprendemos de un trozo de nuestro ser.

En una Caracas tan inocente como sus habitantes y todavía en la niñez, podíamos jugar libremente en las calles de esta querida Santa Cecilia, sin temores ni maldad. Hoy han pasado más de 50 años, miles de personas,  una buena cantidad de amigos, no pocos amores, pero quizás lo más importante y doloroso es que ha pasado también un sabroso privilegio, el de ser llamado “mi hijo”.

A un año de su partida, aún percibo el olor de mi viejita en el ambiente. Olor de madre, de su perfume, olor de hallacas, de café y de tantas comidas sabrosas que con tanto amor nos preparaba. Parece que fue ayer cuando se fueron y aún los siento presentes en el aire que respiro. 

Y me transporto…

LA FAMILIA

Quinta Alma. Hogar del Clan Losada.

Los años de la niñez, en lo que a la familia se refiere, estarán siempre presentes en mi corazón y tengo la convicción de que, la presencia de todos alrededor de los abuelos,  contribuyó a la unión de los Losada como clan.

Viniendo de una familia numerosa (los abuelos tuvieron 8 hijos), la cantidad de adultos y niños que se congregaban era la de un club social. Los fines de semana, reunidos en la Quinta Alma, bajo el cobijo de los abuelos, son los que me rememoran esos años. Reuniones que contribuyeron a que nuestro amor por la familia se hiciera imperecedero. Muchos se han ido y el recuerdo de don Benito (Papatito) y doña Zoila (Mamatita), es el que más me invade. Podíamos visitarlos frecuentemente y aquella Quinta, como lugar de reunión de los fines de semana, aún mantiene esa atmósfera encantadora donde nuestra familia Losada fue creciendo. En el patio los grandes cuidaban a los pequeños y respondían ante los "viejos", por cualquier incidente o accidente, afortunadamente muy raros. En la sala y la cocina los tíos departían animadamente.  



Papatito, a quien guardábamos inmenso respeto, era particularmente serio aunque muy cariñoso. Lo recuerdo sentado en su sillón, con los pies en un “puff” y fumando un cigarrillo. A todos “apocopaba” el nombre: Waldo, Carcris, Anabel, Hugo Rico, Guillo, Mariche y tantos como nietos fueron naciendo. 


El abuelo se nos fue hace ya 40 años y con él, la Quinta Alma. Poco después se vendió y mudaron a la abuela para Prados del Este. Las reuniones desaparecieron y visitábamos a la abuela solo para verla apagarse poco a poco. Algunos tíos se fueron detrás y la alegría fue sustituída por nostalgia.



Papatito era un hombre culto y polifacético; supo inculcar a toda su descendencia los valores humanos más importantes, creando en esta gran familia, orgullo de pertenencia a todos sus integrantes.  Cultor de la poesía y el esperanto, del cual no recuerdo ni una palabra, quizás por el hecho de que me pareció siempre una excentricidad. Un soñador. Lo imagino tratando de encontrar a algún interlocutor en el cielo, para practicar su esperanto. Honesto a toda prueba, recto en sus principios, ordenado y lo más importante,  con un amor infinito a su esposa y a toda su familia. Años después, me dediqué a reunir poesías escritas por el abuelo y difundirlas a la familia a través del internet. Lástima que él no conoció este medio, el cual ahora utilizo para publicar estas memorias, porque no me imagino la cantidad de seguidores que hubiera cultivado en una página literaria.

A Mamatita, a quién nunca he imaginado joven, siempre con su cabello cano y sus facciones de bella anciana bonachona,  matriarca de infinita dulzura y finos modales, la mantengo fresca en mi memoria. Supo inculcar en todos los miembros del clan, el gran amor que alojaba en su corazón. ¡Bendición Mamatita!


Cada uno conserva su recuerdo y muchas anécdotas de Quinta Alma con las cuales podríamos escribir varios libros. Todas aquellas reuniones terminaban con tíos cantando y recitando. Mi papá al acordeón, la tía Yolina cantando canciones de Edith Piaf en francés, la tía Carmelina cantando temas de Sarita Montiel y alguna que otra tía cantando “Besos de fuego”. Tío Benito declamaba y cantaba algunos tangos, acompañado de su guitarra. Tía Alma, tía Chagua y tía Nancy también cantaban (creo). La tía Elba, puro glamour y la tía Iraida, alegría desbordada… Los tíos, Tulio, Guillermo, Pepe, Luis y hasta Miguel Angel, completaban un cuadro totalmente festivo. Todo ha quedado en mi memoria, no sé si como algo que imaginé…  o soñé… o fue verdadero.


Paseos a balnearios, a casas campestres, o en fin, a cualquier sitio que permitiera un agapito familiar, hicieron que ese ambiente festivo se perpetuara. Litros de birras y escocés, aderezados con música de la más variada y por supuesto, sabrosas comidas nos dejaron una marca, felizmente indeleble.



Güiria. Amor de Conuco.

Por el otro lado estaban los abuelos Pérez, más lejanos geográficamente, pero también muy queridos y a quienes veíamos solo en vacaciones. Familia más humilde, pero igualmente numerosa (8 hijos también). Mi mamá era la tercera de los hermanos y a diferencia de los Losada, solo regresaba a Güiria en época de vacaciones. 


Con alguna excepción, dada por visitas de Papá Ricardo a Caracas, acompañado por Santos, quien le manejaba el camión, para ver a estos abuelos y a los tíos y primos de “ese lado”, teníamos que viajar en carro hasta Maturín y luego en un avión DC3 de Avensa, hasta Güiria. Recuerdo el pasillo inclinado del avión al cual se entraba casi en la cola del mismo y al fondo la cabina de los pilotos. El rugir de los motores ya me emocionaba en esos tiempos y presagiaba lo que desarrollaría más tarde a plenitud, el gusto por viajar en avión.




Otras veces íbamos por tierra hasta allá, en un viaje interminable, pasando Cumaná, Carúpano, Río Caribe, Irapa. Viaje largo pero compensado con la alegría de estar con los primos en una absoluta libertad, dando rienda suelta al primitivismo. El gran corazón de Papá Ricardo, con su sonrisa siempre en los labios y un mediecito para la merienda. La coquetería de Mamá Teíta, siempre tan arregladita y cuya edad nunca supimos y MaPanchita, pequeña, arrugadita, siempre pendiente de sus bisnietos a quienes consentía con riquísimas arepas. ¡Que recuerdo tan claro! Pudiera pintar esa casa de los abuelos y todavía en sueños me paseo por aquellas calles.


Esa casa en Güiria, bien lejos de lo que llamaríamos la civilización, era una casa colonial. Tenía su corredor alrededor del patio, lleno de chinchorros con mosquiteros y las habitaciones a los lados. Era en los chichorros donde dormíamos, arropados hasta la cabeza,  a veces temblando de miedo por los cuentos de aparecidos y fantasmas deambulando por esos corredores. Recuerdo los paseos en la bicicleta del negocio y en el camión de estacas, que manejaba el tío Arnoldo, con Santos a su lado, vía al conuco con el muchachero.  Zulay y Addis. Armando, Ché y Kiko. Nonoiqui, Andrés José y quien sabe cuantos más.  

Papá Ricardo tenía un conuco y allí podíamos tener contacto con vacas, caballos, burros y hasta culebras. El abuelo nos dejaba meternos en el corral y así le perdíamos el miedo a los cachos (al menos ese tipo de cachos...!)




Un tanque a un lado del corral, donde las vacas venían a beber agua era el lugar preferido, donde solíamos pasar gran parte del día chapoteando. Hasta el ordeño era algo tan de rutina, pues se obtenía la leche de consumo diario. El sabor de esa leche recién ordeñada todavía la siento en el paladar. Algunos de mis compañeros del colegio habían visto una vaca solo en libros y yo me podía ufanar de haberla tratado de ordeñar, aunque nunca con buenos resultados... Metido en el potrero con las botas llenas de bosta y barro,  o montado en burro por aquel camino de tierra me sentía como vaquero de pura cepa. 




Un burro espantado con Anabel arriba, dando gritos, por esa carretera de tierra, es otra imagen lejana, borrosa.


Al anochecer, ya de regreso al pueblo, jugábamos en la calle, vigilados por los abuelos, quienes sentados en la puerta de la casa, mantenían alegres conversas. En alguna ocasión creo haber ido al cine. Sitio descubierto donde pasaban películas mejicanas. Papá Ricardo prendía el motor de la electricidad. La noche y el ruido del motor siempre fueron uno solo.  Al acostarse todos en sus chinchorros, una vez apagado ese motor, llegaba la oscuridad absoluta. Recuerdo los pipotes de agua fresca en el patio, para bañarnos con totuma y hasta el baño en el traspatio de la casa. El desayuno, siempre con huevos, chorizo y quesos del conuco y las arepas hechas por Mamateíta, Mamá Panchita y mi mamá. Una delicia. Hoy, sigue siendo mi preferido, aunque ahora limitado por la condición vascular resultante de la ingestión, durante décadas, de esos manjares.

De regreso a Caracas, un camino sin fin, al principio pasando por Maturín, a visitar al tío Juan y la tía Filis y luego siguiendo por los llanos, con toque en Pariaguán, visitando a Ramón Jones y Adelita. Hombre recio, de a caballo y sombrero pelo e´ guama. Creo que hasta cargaba un revólver en el cinto. También estos “primos-tíos” tenían una bodega, donde no perdonábamos los caramelos. Después, a seguir por esa carretera, con largos trayectos engranzonados, vía Zaraza, El Sombrero, San Juan de los Morros y un sinfín de pueblos que en este momento no me llegan a la memoria. Un sitio, siempre señalado por mis padres, era donde supuestamente se aparecía Francisca Duarte, “El Ánima del Taguapire”, mujer a quien toda la vida pedíamos cuando algún objeto desaparecía en casa (aún hoy le seguimos pidiendo…!). ¡Mamá! ¡No encuentro la medalla! ¡Mijito, pídele al ánima del Taguapire! y sas!,  aparecía en el lugar más insólito! 
En aquella carretera, con largos trayectos de granzón, siempre había que reparar cauchos durante el recorrido. Eran cauchos con tripa. No faltaba en el carro el kit para parchar y hasta el inflador de aire, al cual de paso, nos encantaba darle pie.

Un clásico era mi papá preguntando cual sería el próximo pueblo y las capitales de los estados que íbamos atravesando. Hasta el himno del estado Monagas nos sabíamos!

Más recientemente, abrieron lo que llamaban la carretera de la costa, con un ahorro de al menos 6 horas, altamente agradecido. En la camioneta Edsel verde, donde nos acostábamos hasta en el piso de atrás, viajábamos con cierta comodidad, aunque con seis muchachos, para mi papá y mi mamá no era nada fácil el viaje y sobre todo el regreso. Me imagino el viaje interminable. Parada obligatoria en Boca de Uchire y después en el “Fundo la Marturetera”, a comer pan "de a locha" y sardinas enlatadas en aceite vegetal. Una divinidad. Llegábamos a Caracas con el cabello marrón de tanta tierra y la camioneta cubierta de barro. Que tiempos aquellos.

-Próxima entrega: Los cincuenta.- Inocencia interrumpida.

















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